Click...

La necesidad de dar forma a lo que late por dentro es la que me empuja a creer en las historias que se revelan entre mi retina y mi corazón, adelantándose incluso al pulso del disparador. Todos los sentidos concentrados en un instante, en un ‘click’.

Creo en las historias que se hacen fotografía. Creo en los píxeles de la memoria.

Hay olores que tienen recuerdo, como el de las hormigas en África. Tanto, que a otros niños les resultaba asombroso cuando mis hermanas y yo, para describir el gusto de un alimento por primera vez, podíamos decir “me sabe a hormiga”… me gusta pensar que los maestros de la fotografía que empezaron en analógico dirán lo mismo del aroma ácido de los químicos trabajando en el cuarto oscuro… “me sabe a película”. ¡Qué bonito!
Hay sonidos que no se olvidan como el de la palanca de avance de carrete de la primera cámara que tuve en mis manos; la de papá. Solía disfrutarla a escondidas encuadrando todo lo que veía… desde la mano de mi muñeco hasta el depósito de agua donde solíamos ir a cazar renacuajos o el vuelo de una mariposa. Primero aquel circulito borroso de la lente que al mover el anillo de enfoque todo lo tornaba mágico, luego disparar y sin levantar la vista del visor, aquel pase de carrete imaginario con mi pulgar derecho. ¡Qué de sensaciones! ¡WOW! Aquello era ‘el no-va-más’… la perfecta banda sonora en mi presente.
Nuestras raíces son la esencia de lo que somos. También el camino es importante, no sólo nuestros primeros pasos para dejar de gatear… crecer incluso a rastras, saltando, observando, aspirando la vida… avanzar desde el detalle de la zancada a la vista en angular del horizonte… todo potencia nuestra esencia pero el origen se encuentra en nuestra raíz, en todo aquello que absorbimos casi sin consciencia. Historias. Memoria.
La fragancia de la abuela o el de la tierra tras la tormenta.
El tacto casi inapreciable de las partículas de un Diente de León antes de esparcirse con todos mis deseos ola piel de un bebé en casa que lo envuelve todo de talco.
El hormigón en las rodillas con las manos secas de tiza después de horas de juego. Rayuela.
La mesa de madera tras la tertulia familiar con sus miguitas de pan.
Los chillidos de las gaviotas junto al campanario de la iglesia del Barrio los días que se regresaba de la mar y el raído jersey de lana negra de Don Alberto Pico con regusto a salitre en su abrazo.
El ‘aftersave’ de papá o mamá canturreando en la cocina mientras amasaba pan y la encimera llena de harina… la de garabatos que se hornearon allí.
El jolgorio de los pajarillos al amanecer, los grillos al atardecer o el camino de luciérnagas al anochecer.
La lluvia en el limpiaparabrisas de mi coche o el viento en los pedales de la bicicleta. Viajar.
El calor y el color del resol o el tacto en mis pupilas hasta encontrar la manecilla de la puerta cuando asaltaban las pesadillas.
El dolor de corazón o el alma que se sale del pecho con la letra de una canción.
La resaca de amigas o el pelo aún con restos de nicotina descalzos hasta el amanecer.
Saciar la sed y el amor.
Parar el despertador para dormir un poco más, dar vuelta a la almohada para percibir su frescura o tender las sábanas blancas aún impregnadas de suavizante al sol… los contraluces, las sombras chinescas… el miedo.
La sencillez de un susurro y la sensibilidad de una sonrisa.
La velocidad de los autos en la madrugada y sus luces entre las rendijas de las persianas viviendo en la ciudad… todos los sentidos sin acotar.

Creo en las emociones. Creo en la necesidad de fotografiar eso que sentí y siento… en la necesidad de crear.

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